El planteamiento inicial consiste en abordar la fiesta en Nueva España en los años finales del Barroco, entendida como una forma de teatralización del espacio urbano, extraordinaria y efímera por definición. Conviven en ella, bajo porosos márgenes, las necesidades lúdicas más elementales de la sociedad y el propósito de autorepresentación simbólica del poder; tanto las circunstancias celebrativas de orden civil y del ámbito religioso junto a las rutinas festivas del calendario ordinario y las repentinas eventualidades conmemorativas. El marco temporal abarca el reinado de Carlos II, porque se trata de uno de los periodos menos transitados críticamente y porque, en el caso específico novohispano, es el tiempo de sor Juana Inés de la Cruz y de otras figuras estelares como Carlos de Sigüenza y Góngora. Son, además, años cruciales en la configuración y desarrollo de una cultura literaria marcada ya plenamente por el auge de la conciencia criolla. Precisamente por esa razón, el molde temporal del reinado del último de los Austrias resultaba insuficiente, y de ahí que el estudio se proponga avanzar hasta mediados del siglo XVIII. El relevo de dinastías en la monarquía hispana no significó un cambio en el ceremonial celebrativo de Nueva España y, por ello, el estudio se fija como límite 1760, el año en el que Agustín de Ahumada y Villalón, marqués de las Amarillas y último de los virreyes nombrados por Felipe V, dejaba su cargo. A partir de esa fecha, empezarían a ejercer el cargo los mandatarios nombrados por Carlos III y las reformas borbónicas sí supondrían un cambio fundamental en la dinámica social –y festiva- del virreinato.
En dicho periodo el fasto responde a la espectacularidad propia del Barroco, en la que todo se impregna de una teatralidad desbordada y en la que el horizonte de expectativas se sitúa en la órbita de la suspensión, ya sea para «detener o parar por algún tiempo o hacer pausa», ya sea «para arrebatar el ánimo y detenerlo con la admiración de lo extraño o lo inopinado de algún objeto o suceso» -según las acepciones que dicta el Diccionario de Autoridades-. Y, bajo esas especiales y extraordinarias coordenadas, la fiesta se convierte en un marco hábil para el cultivo de las apariencias, donde el espacio cotidiano se transforma en una realidad embellecida, en la que adquiere plena vigencia la lectura simbólica de lo cotidiano. Desde esta convención de lo festivo, me planteo ofrecer un panorama general sobre las relaciones entre teatro y poder en Nueva España.